jueves, 11 de junio de 2015

Cuando era chica teníamos un conejo, le pusimos Felipe porque mamá siempre quiso tener hijos varones y al salir ambas mujeres decidió que cada vez que tuviéramos una mascota se la nombraría con nombres reales; de personas. Nada de nombres en diminutivo y con tono infantil, nombres de verdad, con impronta.
El conejo Felipe era tranquilo. Tenía ojos muy negros y siempre parecían aterrorizados, como si alguien lo  estuviera siguiendo y el tuviera que dar cuenta de sus elecciones. Si te acercabas a la jaula y estaba de humor quizás tenías suerte y te regalaba unos besos, que eran muy suaves porque todo su cuerpo estaba cubierto de este pelaje que parecía algodón. Algunos días bajábamos la jaula al piso y le abríamos la puerta. Felipe dudaba en salir, el contexto lo atemorizaba. Era un conejo grande, apenas podía moverse en la jaula, sin embargo la prefería. Como con mi hermana lo mirábamos con insistencia Felipe salía, daba la vuelta a la jaula y volvía a entrar para dejarnos contentas. Nos miraba ya desde adentro de la jaula para ver si había sido suficiente o si tenía que volver a salir para complacernos otra vez. Algunos días me sentaba cerca de él y hacía la tarea,me gustaba verlo comer o jugar en la jaula, pero Felipe era un conejo con miedo; cuando lo acariciábamos por momentos entrecerraba los ojos y entonces sabías que lograba relajarse. Pero en algún momento los volvía a abrir y observaba alrededor, sus ojos volvían a titilar de miedo como si ese fantasma que lo perseguía estuviera ahí nuevamente y sólo le hubiera dado algunos segundos de tranquilidad. No estoy segura si los conejos tienen miedos, pero Felipe era un hombre chiquito y asustado en el cuerpo de un conejo hermoso y suave.
Cuando se murió mamá lo puso en una caja de zapatos. Para que fuera menos sórdido le pusieron una toalla bordada abajo, como si el conejo pudiera apreciarlo ahora que estaba muerto, o quizás para que no extrañara la contención ahora que ya no tenía la jaula. Los ojos estaban cerrados. Nunca supe si Felipe dejó de tener miedo mientras se moría, si ese hombrecito atemorizado que vivía en la piel de mi conejo logró salir unos segundos antes y esconderse en algún otro lugar de la casa, mirando todo con ojos exaltados. 

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